domingo, 11 de enero de 2015

LA ULTIMA SEMANA DEL MINISTERIO DE JESÚS

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La última semana del ministerio de Jesús


1. La unción recibida en Betania (Mateo 26.6– 13; Marcos 14.1–11; Juan 12.1–8).
Jesús había llegado a Betania el viernes por la noche. Debió haber sido el centro de interés de la multitud de peregrinos que se dirigían a la Pascua. Mientras éstos pasaban para alojarse con sus amigos en la ciudad, o para acampar sobre las faldas del monte de los Olivos, y en el valle de Cedrón, Jesús buscó el bien conocido hogar de Betania. Siempre era un huésped bienvenido, pero ahora lo era tres veces más. El día de reposo habría de pasarlo descansando; pero esa noche se daba una cena en su honor, en la casa de Simón el leproso. María, Marta y Lázaro estaban presentes, regocijándose por la vida que se le había restaurado a uno de ellos, por la renovada comunión de unos con otros, y en la presencia de aquel a quien le debían tanto. Pero había alguien cuya gratitud no podía ser expresada de forma ruda ni común. Estaba con su mirada fija en el rostro del Señor, escuchando sus palabras llenas de gracia, cuando no lo pudo resistir más, se levantó, y, trayendo un frasco de alabastro, que contenía un costoso perfume, lo derramó primero sobre la cabeza de él, y luego sobre sus pies, en el momento que él se reclinaba a la mesa. Hubo algunos de alma insensible entonces, como los hay hoy, los cuales criticaron el “desperdicio”; pero para Jesús el amor que la motivó era de un valor sin precio. “Dejadla;… Ésta ha hecho lo que podía; porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura”. 

2. Domingo: La entrada triunfal (Mateo 21.1–17). Durante la semana de la Pascua, Jerusalén estaba atestada de extranjeros provenientes de todas partes de Palestina y del imperio, muchos de los cuales habían oído a Jesús, y muchos más que habían oído hablar de él. El efecto del ministerio en Perea y la resurrección de Lázaro fue que se encendió nuevamente la llama de la popularidad por un lado, y los fuegos del odio por el otro. El final se ha acercado; Jesús, por lo tanto, ya no rehuye al inevitable conflicto; sino que cede a la demostración, en público, de su condición de Mesías. Pero insinúa la naturaleza de su reino, eligiendo un pollino, el símbolo de la paz, en lugar de un caballo, el símbolo de la guerra. Cuando llegó a la cumbre del Monte de los Olivos, las multitudes provenientes de la ciudad se toparon con las que venían con él de Betania; y, con gritos, y hosanas, y triunfales demostraciones, es introducido a Jerusalén. La ciudad completa estaba en conmoción, pero las emociones estaban en conflicto. Fue una demostración propia de provincianos; pues Jerusalén, sobre la cual él había llorado cuando ésta saltó a la vista desde los Olivos, se mantenía fríamente distante o abiertamente crítica. Uno no puede evitar hacerse la pregunta, ¿Y qué si ella hubiese aceptado a su Señor también? No podemos responder. Sólo podemos saber que el rechazo fue final. Los entusiasmados discípulos estaban, sin duda, decepcionados; Jesús no siguió la demostración mesiánica, como ellos lo habían esperado; simplemente explorando todo en el templo, regresó a pasar la noche en Betania.

3. Lunes: la higuera estéril; la segunda purificación del templo (Mateo 21.12–13, 18–19; Marcos 11.12–18). Cuando se dirigía a la ciudad por la mañana, Jesús obró un acto que fue un milagro y una parábola a la vez. La higuera estéril, por su inusual follaje, se enorgullecía de su inusual abundancia de fruto. Con una palabra de Jesús se marchitó: un emblema apropiado de la falsa ciudad y nación, o de la falsa vida, de los que están destinados a la destrucción. Continuando su camino, Jesús entró al templo. Como una secuela del examen que le había hecho el domingo, lo purificó nuevamente, tal como lo había hecho durante su primera Pascua. Un incidente interesante es preservado por Juan
(12.20–33), con respecto a algunos representantes de la talentosa nación griega, a quienes Felipe y Andrés trajeron hasta Jesús. Éste previó el tiempo cuando, al ser levantado en la cruz, los hombres de todas las razas habían de ser atraídos hacia él. Su alma se sobrecogió por el sacrificio; pero “si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo”.2 Así, hasta el último momento, Jesús aprovechó cada ocasión para poner en claro la naturaleza de su reino. Si así lo hubiese decidido, él podía haber formado, en un día, una revolución política, y podía haber fundado un imperio terrenal; pero esta posibilidad, ya se había dirimido. La corona ofrecida por el hombre y la propia deben venir por medio de la cruz.
4. Martes: el día de las preguntas (Mateo 21.23—25.46). Hemos llegado ahora al último y más grandioso día, en el ministerio público de Jesús. Éste da comienzo en el templo con una serie de preguntas diseñadas para desacreditarlo ante el pueblo, las cuales fueron hechas: 1) Por un comité del concilio, acerca de su autoridad; 2) Por los fariseos, acerca del tributo a César; 3) Por los saduceos, acerca de la resurrección; 4) Por los fariseos nuevamente, acerca del mandamiento más grande; 5) Por Jesús mismo, acerca del Cristo. Jesús entretejió tres parábolas, del tercer gran grupo de éstas, con sus respuestas sin par: Los dos hijos, los labradores malvados, y las bodas del hijo del rey. Luego, dirigiéndose a sus enemigos, dejó caer sobre ellos “la crítica que por toda una vida había contenido”. Fueron espesas y calientes las centellas que les cayeron en sus siete dobleces de: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!”. Se lo tenían bien merecido; pero Jesús debió haber sabido que esto era fatal. De aquí en adelante no podía esperar ninguna misericordia. El último evento, cuando Jesús salió del templo para no volver, fue el encomio de las dos blancas de la viuda. Este hermoso incidente, el cual siguió inmediatamente después de la gran denuncia, parece como una violeta de primavera, en el seno de un inmenso glaciar. Pasando con los doce, se sentó sobre el costado del Monte de los Olivos, de cara al templo de la ciudad. Allí, como una respuesta a una observación hecha por los discípulos, acerca de las inmensas piedras, y a una pregunta acerca de su segunda venida, él pronunció el discurso sobre la destrucción de Jerusalén y de su segunda venida. Las lecciones se resumieron todas en un: “Velad, estad preparados, y aprovechad vuestras oportunidades”. Éstas fueron reforzadas con las parábolas de las diez vírgenes y de los talentos. Luego sigue el tierno y solemne cuadro de la escena de juicio, que se registra en Mateo 25.
Así terminó el último y más grandioso día del ministerio público de Jesús, el más pleno y más variado, tanto en incidentes como en enseñanza. Después de una corta caminata con sus discípulos, Jesús descansó una vez más en los tranquilos recintos de Betania.
Pero para los enemigos de él, no acabó así el día de ellos. En un cónclave secreto decidieron, primero, que él debía morir, y, segundo, que su muerte no debía ocurrir durante la fiesta; pues, así como eran de cobardes, lo eran de hipócritas, y no se atrevían a ponerle las manos encima en presencia de las multitudes que estaban a su favor. Y ahora nos hallamos ante uno de los enigmas de la historia. Justo en el momento preciso, entra Judas en escena, un discípulo, uno de los doce, que conoce los lugares que Jesús frecuenta y en los que se aloja, y ofrece traicionar a su Maestro —por dinero. Las narrativas señalan claramente que el motivo era la avaricia (Mateo 26.14–15; Marcos
14.10–11; Lucas 22.3–5; cf. Juan 12.4–6). El que criticó una ofrenda de amor vendió a su Maestro por treinta monedas de plata, un tercio del precio del sacrificio agradecido de María.
5. Miércoles: La calma antes de la tormenta. Parece no haber registro de los eventos del miércoles. Se nos dejan a la imaginación las escenas de este día —toda la ciudad está en vela, preguntándose por qué no regresaría al templo; la gente con ganas de oír, las autoridades sedientas de su sangre. Pero su obra estaba hecha. Pudo haberle hablado a sus discípulos privadamente en Betania; lo más probable es que pasara el día preparándose en oración y reposo, y así estar listo para las escenas finales. No sabemos. El velo del secreto cubre ese día. “En esa noche él durmió por última vez sobre la tierra. El jueves en la mañana se despertó para no dormir más”.

6. Jueves: La última cena (Mateo 26.17–35; Juan 13.1–17). En algún momento, el día jueves, Jesús envió a dos de sus discípulos a la ciudad para que hicieran preparativos para la cena Pascual. Esa noche se sentó una vez más a la mesa con los doce; pues Judas todavía estaba presente —era en apariencia, un discípulo; pero en sus adentros, un traidor y espía. Una nube se cernió sobre la pequeña compañía, cuando se sentaban, por una disputa sobre el lugar prioritario. De una hermosa manera, tan digna, y sin embargo tan difícil de imitar, Jesús reprendió la ambición de ellos: Levantándose de la mesa, procedió, como si fuera un siervo común, a lavarles los pies; luego, volviéndose a los apenados discípulos, les imprimió en sus corazones, la lección de la humildad y el servicio. Las nubes se tornaron más negras cuando Jesús continuó hablando para decir: “… uno de vosotros me va a entregar”.4 Judas pronto se retiró —para cumplir con algún servicio amigable, según lo supusieron los discípulos; para cumplir su oscuro propósito, según Jesús lo sabía. Jesús luego revela cómo todos lo van a desertar, y cómo el confiado Pedro lo va negar. Luego la nube se eleva, y Jesús instituye la hermosa cena memorial, y da comienzo al discurso sin par que se encuentra en Juan 14—16. Concluye la conversación con la verdadera oración del Señor (Juan 17); una oración que abarca, en un círculo que se abre cada vez más, a sus discípulos inmediatos, a todos los que creerían por medio de ellos, y al mundo. Así, en un discurso lleno de ternura, y en una oración que abarca a todo el mundo, el día llegó a su fin, cerca de la hora de la medianoche. Salieron del aposento, para estar bajo la luz de la luna, en lo cual Jesús dejó la ciudad a sus espaldas y caminó con sus discípulos en dirección a Betania.

7. Getsemaní (Mateo 26.36–46). Sobre el costado oriental del torrente de Cedrón, al pie del monte de los Olivos, se encuentra un jardín, o huerto muy conocido, el cual se llama Getsemaní (prensa extractora de aceite). Era un lugar favorito al cual acudía Jesús. Al entrar bajo las sombras de los árboles de olivo, dejó a todos, menos a los tres elegidos, y se adentró más en el huerto para orar. Dejando a los tres, cerca de él, penetró todavía más dentro de las sombras, y se postró en una agonía inexpresable. Estaba “[entristecido]”; y “[angustiado] en gran manera”; “muy triste, hasta la muerte”, “y era su sudor como grandes gotas de sangre”. Tres veces, de sus labios salió el sumiso clamor: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú”. Tres veces regresó donde los tres discípulos, para hallarlos durmiendo. ¿Qué significa todo esto? ¿Habrá sido temor de la muerte física lo que hizo salir el sangriento sudor, de su rostro, y el llanto de la agonía, de sus labios? Si así fue, entonces tuvo menos heroísmo que muchos gladiadores espartanos, menos valentía física que muchos criminales brutales que iban para el patíbulo. ¿Será que la gloriosa hombría que por tanto tiempo hemos seguido se encogió hasta tomar esta lastimosa medida al final? ¿No será que todo ello tiene un significado mucho más sublime? ¿No fue una tristeza mucho más poderosa, la que lo estaba aplastando contra el suelo —la infinita carga de los pecados y tristezas del mundo? La escena está llena de demasiada ternura sagrada, como para que se preste para las frías especulaciones. Lo único que sabemos es que de esto, así como de todos los previos ataques a sus propósitos, él salió victorioso: “fue oído a causa de su temor reverente” (Hebreos 5.7); “Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle” (Lucas 22.43).

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