El último día
Mateo 26.45—27.66 y
pasajes paralelos
Introducción: Se
señala a veces, que nosotros le damos una importancia excesiva a la muerte de
Cristo, y esto, a expensas de su vida. Es posible que así sea. Es posible que
la enfoquemos mecánicamente, lo cual hace que no atinemos en hacer de la cruz,
la culminación natural del amor del Padre y de la vida de Jesús. Sin embargo,
sugestiona el hecho que no haya otros de los eventos de un día de la Biblia que hayan sido
narrados con igual plenitud. Si la vida completa de Jesús fuese relatada, se
llenarían cuatrocientos volúmenes del tamaño del Nuevo Testamento.
1. La traición. Los
tres discípulos habían dormido mientras Jesús oraba. Pero no Judas. Éste había
estado ocupado, perfeccionando sus planes. Cuando Jesús se levantó de hacer sus
súplicas, y regresó donde los discípulos, Judas entró al huerto con una banda
de soldados equipados con armas y antorchas. Estos hombres no conocerían a
Jesús; pero, con el fin de que no hubiese un error, Judas les había dado una
señal; y yendo en dirección a Jesús, le dijo: “¡Salve, Maestro!” y le besó. Una
conmoción sobrecogió a los mercenarios, cuando tuvieron a la vista al famoso
profeta de Galilea, y retrocedieron al comienzo; pero cobrando ánimo,
arrestaron a Jesús, lo ataron y lo sacaron. Era más de lo que Pedro podía
soportar, y con un golpe mal dirigido de su espada, le cortó una oreja a un
siervo del sumo sacerdote. Pero las espadas, ya fueran de amigos o de enemigos,
no podían haber servido en contra de los poderes, que él podía invocar, si él
hubiera querido usarlos; y de nada servía que los amigos interfirieran a su
favor, en contra del firme propósito suyo y el odio de los judíos. El amor
divino y el odio diabólico, los sublimes propósitos de Dios, y los agresivos propósitos
del hombre, se encontraron y entremezclaron alrededor de la cruz.
2. Los juicios. Los
romanos les daban a los judíos, así como a todos los pueblos conquistados, una
gran medida de libertad. Siempre y cuando guardaran la paz y pagaran los impuestos,
éstos podían administrar los asuntos locales, casi totalmente de la forma que
ellos quisiesen. Pero cuando el concilio nacional de ellos consideraba que un
prisionero era digno de muerte, la sentencia de muerte en sí, se la reservaban
a la corte romana. Así, hubo dos juicios distintos que le hicieron a Jesús: uno
judío o eclesiástico, y otro romano o civil. En cada juicio hubo tres fases.
a. El juicio judío
o eclesiástico. — 1) La primera fase fue un examen preliminar ante Anás. Anás
había sido el sumo sacerdote por muchos años atrás, y todavía era considerado
por los judíos, como un sumo sacerdote de jure. Era un hombre de edad avanzada
y de gran influencia. Después de unas pocas preguntas, Anás envió a Jesús a
Caifás; pero esto no ocurrió, sino hasta después de que el primer golpe cruel
fue descargado sobre su persona. 2) La segunda fase se llevó a cabo delante de
Caifás, y fue más importante. Caifás era el yerno de Anás, y era el sumo
sacerdote de facto, y como tal, el presidente del concilio. Cualquier reunión
del concilio antes del amanecer, era ilegal; pero los líderes estaban
evidentemente empeñados, en prácticamente asegurarse, que Jesús fuera
condenado, antes de que el pueblo entrara en actividad.
Fue difícil montar
una acusación plausible. Varias acusaciones absurdas fueron hechas, pero los
testigos se contradecían, y Jesús mantuvo un silencio dignificado. El
enjuiciamiento estaba en peligro de fracasar, cuando Caifás decidió hacer que
Jesús se incriminara a sí mismo. “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”.
Jesús había guardado silencio anteriormente. A esta pregunta no podía quedarse
callado, y respondió: “Yo soy”. “Blasfemia”, gritó Caifás. “¡Es reo de muerte!”
sonó el eco de los hostiles jueces. Debió haber sido poco después de la medianoche,
cuando Jesús fue arrestado. Todavía restaba algún tiempo para que el sol
saliera, y el intervalo anterior a la reunión plena del concilio se pasó en
brutal escarnio contra el pasivo prisionero. 3) La tercera fase anterior al
concilio pleno, era simplemente una ratificación formal de la decisión que ya
se había tomado. En algún momento durante las anteriores fases, fue cuando
ocurrió la caída de Pedro. Junto con Juan, se había introducido para estar
cerca de su Maestro, y poder ver el proceso. Era terreno peligroso; y Pedro,
dando pie al terror, cuando uno y otro lo señalaron en son de mofa como
galileo, tres veces negó a su Señor, e incluso agregó juramentos a sus
negaciones. ¡Pobre Pedro! Pero él no estaba perdido sin esperanza. El canto del
gallo; el recuerdo de la predicción hecha por Jesús y el de su propia
jactancia, junto con una silenciosa y triste mirada de Jesús, cuando éste
cruzaba el patio hacia el palacio de Caifás, todo ello hizo que recordara lo
mejor de sí mismo: “Y saliendo fuera, lloró amargamente”.Hubo otra escena
paralela, más triste y más terrible. Judas, también había presenciado el
proceso. Puede ser que tenía la esperanza de que Jesús rompiera sus cadenas y
manifestara su gloria. Ningún daño habría de sobrevenir sobre el Maestro, a la
vez que él mismo podía ser más rico por la suma de treinta piezas de plata.
Pero las tres fases del juicio judío habían terminado. Jesús había sido
condenado a morir. Sólo faltaba la sentencia de Pilato. El remordimiento hace
presa de Judas. Aquellas treinta piezas de plata le están ardiendo hasta el
alma. Corriendo ante el concilio las arroja al suelo, y dice: “Yo he pecado
entregando sangre inocente” “¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!” es la
respuesta sin corazón. El traidor siempre es despreciado como una herramienta,
por aquellos que lo usan. Y yendo fuera se ahorcó (cf. Mateo 27.5; Hechos
1.18–19). ¿Por qué no fue, aún en ese momento, a los pies de Jesús, y recibió
la bendición de su perdón? El remordimiento no es arrepentimiento: Judas es ejemplo
de lo primero; Pedro, de lo segundo. b. El juicio civil o romano.— Aquí,
también, hubo tres fases: 1) Ante Pilato. La primera pregunta de Pilato fue:
“¿Qué acusación?”. La acusación judía de blasfemia, bajo la cual ellos lo
habían condenado, no tenía valor delante de una corte romana. Al comienzo,
trataron de obtener la sentencia de Pilato, haciendo uso de vagas acusaciones,
de que había hecho algunas malas obras; pero, con un sentido romano de
justicia, Pilato insistió en acusaciones explícitas. “… prohíbe dar tributo a
César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey”. La primera era una mentira;
y Pilato, pronto, se contentó de que Jesús no alegara rango de realeza en
ningún sentido político, y lo declaró inocente. Ellos no se iban a rendir así
no más, e hicieron una cuarta acusación, en el sentido de que él suscitó una
sedición en todo el camino que anduvo, desde Galilea hasta Jerusalén. Pilato
estaba en un dilema. No estaba dispuesto a condenar a un hombre inocente; tenía
temor de ofender a los judíos. Pero se prendió de la palabra Galilea. Ésa era
la provincia de Herodes; Herodes estaba en la ciudad; los dos gobernadores
estaban enemistados; aquí había una rara oportunidad de mostrar cierta cortesía
a Herodes y de superar la disputa, y a la vez deshacerse de un caso peligroso y
con el cual no podía estar de acuerdo. Así, Pilato envió a Jesús a Herodes. 2)
Ante Herodes. Éste había estado ansioso por conocer a Jesús, tenía la esperanza
de presenciar un milagro. Pero Jesús, motivado por su propio precepto, de no
arrojar las perlas delante de los cerdos, a todas las preguntas de Herodes, no
devolvió una sola palabra. Luego ocurrió el segundo escarnio. Completamente
frustrado, Herodes y sus brutales soldados, vistieron a Jesús con una antigua
túnica real y lo enviaron a Pilato. 3) Ante Pilato nuevamente. Cerca de esta
hora, el populacho comenzó a reclamar la liberación de un prisionero, un favor
anual para la Pascua.
Pilato , al instante propuso a Jesús. Pero los sacerdotes han
estado ocupados con el pueblo. El Jesús que entró a la ciudad montando, a la
cabeza de una procesión triunfal, y éste que, condenado por el concilio,
aguardaba la sentencia de Pilato, son dos personas. “No a éste, sino a
Barrabás. Y Barrabás era ladrón”. Por un rato más, Pilato lidió con la multitud
y con su propia conciencia; luego cedió y dio la orden de crucificar a Jesús.
En el intervalo, los soldados de Pilato le agregaron su propia mofa echando
encima de Jesús un manto de escarlata, poniéndole una caña en su mano derecha,
y poniéndole una corona tejida de espinas sobre su cabeza. De esta forma
termina el juicio de seis dobleces, en el cual la traición, la hipocresía, la
cobardía, el cálculo político y la salvaje brutalidad, se yerguen en permanente
antítesis a la hombría de Jesús. Aun allí, ataviado de ficticia realeza,
enfrentando las burlas e insultos de la multitud, él era mil veces más rey que
cualquiera que alguna vez se hubiese sentado en el trono de Herodes, o que
hubiese llevado una diadema del César.
3. La crucifixión.
a. Hora y lugar. — Eran cerca de las nueve de la mañana cuando se dio la orden
de crucificarlo. Jesús sufrió fuera de la ciudad (Hebreos 13.12) en un lugar
llamado en hebreo, el Gólgota, en griego, Cranion; en latín, Calvaria —siendo
el significado de todos éstos: “calavera”. Es probable que fuera una loma en
forma de calavera al noroeste de la ciudad. b. En el camino.— Jesús salió
cargando su propia cruz; pero antes de llegar al Gólgota, los guardias tomaron
a un joven cireneo y le pusieron la cruz encima; tal vez porque el peso era
demasiado para las fuerzas de Jesús, exhausto por la vigilia de la noche y los
sufrimientos de la mañana. Hubo quienes, aún en aquella hora tan negra, fueron
hallados lamentando su destino. Los labios, que por largo tiempo habían guardado
silencio bajo los insultos, ahora se abrían con compasión; no por sí mismo,
sino por aquellos que muy pronto estarían abrumados por la ruina que le
esperaba a Jerusalén. c. En la cruz.— Dos bandoleros fueron crucificados con
él. La crucifixión era la manera como los romanos ejecutaban a los más bajos de
los criminales. Las mujeres de Jerusalén, motivadas por la compasión, estaban
acostumbradas a preparar una bebida estupefaciente para tales ocasiones. Tal
bebida fue ahora ofrecida; pero Jesús se rehusó a nublar sus facultades, aun
cuando fuera para aliviar su dolor. d. Las siete palabras de la cruz.— Hay
siete palabras que Jesús dijo estando en la cruz, las cuales fueron
registradas: 1) La primera de éstas fue probablemente, la que se habló en este momento.
Los cuerpos fueron primero clavados en la cruz, y luego la cruz fue enclavada
en un hoyo. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”; fue lo que dijo
para referirse a los rudos soldados que poco después se sentaron a echar
suertes sobre las ropas de Jesús. Pilato había hecho preparativos para que las
diferentes acusaciones fueran puestas por encima de las cabezas de las
víctimas. La de Jesús, en hebreo, griego y latín, fue intención de Pilato, y
los judíos la sintieron como un insulto a ellos: “Jesús Nazareno, rey de los judíos”.
Protestaron, pero no lograron nada. 2) La madre de Jesús y otras dos Marías,
permanecieron con Juan, cerca de la cruz. A su madre y a Juan les dirigió Jesús
su segunda palabra: “Mujer, he ahí a tu hijo,… he ahí a tu madre”; preocupado
todavía por los demás, antes que por sí mismo. 3) Y ahora da comienzo el odioso
espectáculo del poder, desahogando su reprimido rencor sobre la debilidad. Los
sacerdotes, y los escribas, los gobernantes principales y los cabezas de la nación,
se unieron a los insultos de la muchedumbre que tal clase de escenas agrupa. “A
otros salvó, a sí mismo no se puede salvar”; una verdad más profunda que
aquella que pensaron; pues ¿cómo podía él salvarse a sí mismo si salvaría a
otros? Aun los malhechores en la cruz, pobres miserables, se unieron en la
burla; los dos al comienzo, hasta que uno de ellos, tocado hasta la piedad y el
arrepentimiento por contemplar el sufrimiento inocente de Jesús, se volvió
hacia la cruz del centro con esta oración: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu
reino”.13 Fiel a su nombre y a su misión hasta en el último momento, Jesús
expresa la tercera palabra, desde la cruz: “… hoy estarás conmigo en el
paraíso”.14 4) Luego, desde las doce mediodía, hasta las tres de la tarde sobrevinieron
tres horas de oscuridad y silencio. Es la hora del sacrificio de la tarde,
cuando, de entre la oscuridad y desde la cruz, sube al cielo la primera y
última queja de aquellos pacientes labios, las misteriosas palabras: “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Rápidamente se sucedieron las
expresiones que restaban: 5) “Tengo sed”, la primera y última expresión de
dolor corporal. El asombro había suavizado los corazones, y Jesús recibió un
sorbo de refrescante vinagre. Una vez más habla: 6) “Consumado es”, consumado,
no simplemente finalizado, la vida más noble que jamás vivió sobre la tierra;
consumó, la obra de la redención humana; consumó, cumplió, en un sentido más
sublime que el que los patriarcas y profetas jamás soñaron, los tipos, y
símbolos, y profecías del Antiguo Testamento. 7) Luego, inclinando su rostro,
con la séptima y última palabra de la cruz expiró: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”.
e. Fin del antiguo
pacto. — En el momento en que clamó para expirar, la tierra se estremeció con
la sacudida de un terremoto. El velo del templo se rasgó desde arriba hacia
abajo; pues la cruz de Jesús marcó el fin del Antiguo Testamento con sus tipos
y sombras (Colosenses 2.14). Los hombres se llenaron de espanto. Aun el
centurión romano fue constreñido a decir: “Verdaderamente éste era hijo de
Dios”.
4. La sepultura. El
día que seguía a la crucifixión era un día de reposo importante. ¡Los judios
fueron capaces de cometer un asesinato, pero no de mancillar el día de reposo!;
los cuerpos no deben quedarse en las cruces después de la puesta del sol. Para
apurar la muerte de los crucificados, las piernas les son quebradas; pero Jesús
ya estaba muerto, tal como se apreció con el coágulo que brotó después de la
estocada, con la lanza del soldado. Dos profecías fueron así,
inconscientemente, cumplidas (Salmos 34.20; 22.16–17). El cuerpo de Jesús fue
entregado a dos discípulos, José de Arimatea y Nicodemo; manos amorosas lo
prepararon para el sepulcro en la nueva tumba de José; y, a petición de los
temerosos judíos, el sello romano y una guardia romana aseguran el sepulcro.
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