domingo, 11 de enero de 2015

EL PERIODO DE PREPARACION

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El período de preparación
Mateo 3—4.11; Marcos 1.1–13; Lucas 2.40—4.13; Juan 1.19–28


I. LOS AÑOS DE SILENCIO EN NAZARET
Por treinta años, el hogar de Jesús estuvo en Nazaret. La pequeña aldea campestre era despreciada por los judíos más cultivados de Judea y Jerusalén; y cuando Jesús emergió de la oscuridad, tanto él, así como sus discípulos, eran llamados, despectivamente, nazarenos.
1. Dominio de sí mismos de los evangelios. En marcado contraste con la riqueza de incidentes que rodearon su nacimiento, su ministerio y su cruz, está el silencio de estos treinta años. No es así como los hombres no inspirados escriben biografía. Aman el detenerse en los incidentes de la juventud, las señales y promesas de genios prometedores. Con este espíritu fue que los autores de evangelios apócrifos escribieron acerca de los primeros años de Jesús. Colman sus páginas con portentos y milagros precoces, con el fin de honrarlo, pero que en realidad lo deshonran. La forma como los evangelios que conocemos se abstienen, es prueba, tanto de la verdad de su historia, como de la inspiración de los autores.
2. Influencias educacionales. Jesús no creció, ni en la ociosidad, ni en la ignorancia. Era un carpintero, y el hijo de un carpintero conocido (Mateo 13.55; Marcos 6.3).
Todo mozo judío había aprendido un oficio. Los campesinos podían leer y escribir. La referencia al no haber estudiado (Juan 7.15) significa sólo que no fue educado en las escuelas rabínicas; diríamos, que no fue universitario. Es probable que estuviera familiarizado con tres idiomas: el arameo, su lengua materna; el hebreo, el idioma original de las Escrituras, y el griego, el idioma de la literatura. Aunque era muy pobre como para poder tener una copia completa de las Escrituras, la sinagoga de la aldea le daría el acceso a ellas; y fragmentos escogidos de ellas pudieron haber sido propiedad del hogar del carpintero. 

3. Su visita a Jerusalén. Un importante medio de educación se menciona (Lucas 2.46–51). Sus padres iban cada año a la Pascua, en Jerusalén. El recorrido los llevaba por unos ciento ochenta kilómetros a través de un campo rico en remembranzas históricas. Jerusalén misma era amada como ninguna otra capital, jamás lo fue por su pueblo. Las calles de ésta pasaban atestadas de peregrinos provenientes de muchas diversas tierras y hablando diversas lenguas, y los tales abarrotaban el templo. Para un muchachobrillante, serio, tal viaje anual debió haber sido una educación en sí misma. Sólo una vez durante los treinta años, se levanta el velo de la oscuridad. La edad de doce años era decisiva para un mozo judío. A los doce comenzaba a aprender un oficio; se le llamaba “mayor”; no podía ya ser vendido por su padre; comenzaba a llevar puestas las filacterias, y era llamado “hijo de la ley”. A esta edad crítica, Jesús parece haber hecho su primer viaje a Jerusalén. La compañía había andado por un día, en dirección a casa cuando notaron que no estaba. Al regresar, sus padres lo buscaron ansiosamente durante todo un día en Jerusalén. Lo hallaron por fin, no con los chicos de la calle; no viendo la ciudad, sino en el templo, en medio de los doctores de la ley, oyéndolos y haciéndoles preguntas. “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?”1 Tales son sus primeras palabras registradas, y constituyen la nota dominante de toda su vida. Aunque regresó con ellos a Nazaret, y continuó sujeto a ellos, sin embargo, no hay duda de que las visitas periódicas a Jerusalén tuvieron una influencia importante en la formación de su carácter, y la maduración de sus planes. No podemos evitar hacernos la pregunta: ¿Cómo llegó Jesús a tener conciencia de su naturaleza y personalidad divinas? ¿Le llegó a su mente repentinamente, o le llegó gradualmente, así como la personalidad consciente de un niño común? ¿Surgió de las conversaciones tranquilas en el hogar, acerca de las maravillas de su nacimiento, o 1 Lucas 2.49. surgió en sus adentros? Tales preguntas nos llevan más allá de nuestras profundidades y más allá de lo que se nos ha revelado. Parece claro, no obstante, que a los doce estaba plenamente consciente de su parentela divina.
4. Lecciones de los años de silencio. De una manera pública, Jesús anduvo en los negocios de su Padre sólo durante tres años; sin embargo, él estuvo, con toda certeza, haciendo las obras de Dios durante los años de silencio, tal como lo hacía cuando enseñaba a las multitudes o moría por nuestros pecados. Lo que Jesús hizo fue medido por lo que él era; y él llegó a ser lo que era, a través de treinta años de crecimiento, “en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”.2 La más grande necesidad del mundo es el carácter; y no se desperdician años de preparación, cuando éstos se invierten en producir aquella clase de hombría que salió de la oscuridad de Nazaret.

II. EL MINISTERIO DEL BAUTISTA
1. El avivamiento de la profecía. Cuatro siglos han pasado desde que la última voz de la profecía pública fuera expresada. El último profeta hebreo (Malaquías 4.5–6), así como Isaías (40.3), habían anunciado un precursor del Mesías. Al momento de la anunciación, y nuevamente, al nacer, Juan había sido señalado como el precursor. Después del detallado relato de su nacimiento y circuncisión, un solo versículo (Lucas 1.80) contiene todo lo que se registra de él por treinta años. Había de ser nazareo desde el nacimiento (Lucas 1.15; cf. Números 6.1–5); y cuando emergió del desierto, lo hizo en el tosco atuendo de los antiguos profetas hebreos. Su prolongado aislamiento lo pasó sin duda, en autodisciplina y profunda meditación en los pecados de aquel tiempo, y en las visiones proféticas del Mesías y su reino. No buscó las ciudades, sino que predicó en el desierto, una región de baja densidad de población a lo largo del Jordán.
2. El poder de su ministerio. Su ministerio de dos años logró más que muchos ministerios de cincuenta años. “Ninguna señal hizo” (Juan 10.41), pero pronto tuvo a la nación a sus pies. No fueron sólo gentes rurales toscas, sino también los cultivados escribas y fariseos, los que acudieron en masa a oír a este segundo Elías. Los hombres sentían que allí estaba, por fin, un hombre con un mensaje para las almas de ellos. No se ocupó, tal como los maestros de su tiempo, con las cuestiones de la menta, el anís y el comino, las anchas filacterias o la distancia que se podía andar en un día de reposo. Era parte de su misión el hacer un llamado a la nación a salir del vacío a la realidad. Reprendió la violencia de los soldados, la extorsión de los publicanos, la hipocresía de los fariseos, el egoísmo de todos (Lucas 3.10–14).

3. El reino se ha acercado. El ministerio de Juan no acabó en sí mismo. Era preparatorio. El encargo era: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Negó ser el Cristo, pero se apropió de la voz preparatoria (Juan 1.19–23). Para recalcar su mensaje, bautizó con el bautismo de “arrepentimiento” y “de perdón”, al mismo tiempo llamando a los hombres a creer en “aquel que vendría”, y quien había de bautizar en Espíritu Santo (Marcos 1.7–8; cf. Hechos 19.4). Despertar a la dormida nación, despertar su conciencia, avivar la llama de la expectación mesiánica, primero centrarla en sí mismo, y después trasladarla a Jesús —tal fue la meta y resultado de su breve ministerio.

4. El bautismo de Jesús. El clímax vino con el bautismo de Jesús. En medio de la multitud pecadora venía un día el hijo, exento de pecado, de María. No conocemos acerca de que se hubiesen conocido alguna vez. Lo cierto es que Juan todavía no lo conocía como Mesías (Juan 1.31–34). Pero el profeta, con voz de león, el cual se podía enfrentar a fariseo y a rey, se inclinó con profunda humildad ante la hombría sin par de
Jesús: “Yo necesito ser bautizado por ti; ¿y tú vienes a mí?”.4 El bautismo de Jesús fue, a fin de cuentas, diferente al de nosotros; no fue ni un “bautismo de arrepentimiento” ni de “perdón de pecados”. Sin embargo, estaba investido de profundo significado, tanto para Juan como para Jesús. Para Juan, los cielos abiertos, el Espíritu que descendía, la voz divina que decía: “Este es mi Hijo”,5 no dejaron ninguna duda de que éste era el Mesías, ante el cual, él debía empequeñecerse. Para Jesús, así como para nosotros, el bautismo marcaba una crisis en la vida; El Espíritu le fue conferido; su condición de
Hijo de Dios se le hizo propia. “Santo y puro como lo era, antes de hundirse en el agua, debió haberse levantado de ella con una luz de una gloria más alta en su semblante. Su vida pasada se cerraba; una nueva era se abría. Era el verdadero momento de su entrada a una nueva vida. Los años del pasado habían sido sepultados en las aguas del Jordán. Entró a ellas como Jesús, el Hijo del Hombre; y salió de ellas como el Cristo de Dios”.

5. La tentación. Jesús está ahora en el umbral de entrada a su gran ministerio. A través de treinta años su naturaleza humana ha madurado para convertirse en un instrumento digno de lo divino. Sus planes fueron igualmente madurados. ¿Tendrá él, las agallas de convertirlos en realidad hasta el final? Esa era la pregunta que la tentación había de responder. La clave de ello se ha de encontrar en las expectaciones judías de un Mesías político, obrador de milagros. ¿Vino el tentador con apariencia externa; o atacó a Jesús de la manera que tan a menudo y con tanto éxito nos ataca a nosotros, por medio de sugerencias pecaminosas a lo interno? Puede que jamás lo sepamos. Lo que sabemos es que la tentación vino de tres formas: a. Por medio del apetito corporal. — “… di que estas piedras se conviertan en pan”; una tentación a 1) desconfiar del cuidado de su Padre, 2) usar su poder para obrar milagros para sí mismo. Pero aquel que “no vino para ser servido, sino para servir”, b. Por medio de su confianza en Dios. — “… échate abajo” desde alguna torre del templo. Pero aquel que no desconfiaba del cuidado de Dios no iba a presumir de ese cuidado para asombrar a la multitud.
c. Por medio de sus planes de dominar.
 Jesús es el Mesías. Él ha de reinar sobre toda la tierra. “… si postrado me adorares”. No esperes la conquista lenta por medios espirituales. Usa de armas carnales. Alíate con las esperanzas terrenales de tu pueblo. ¿Qué tronos no ganarías? Fue la tentación a la cual Mahoma se rindió, cuando desenvainó la espada, y a la cual la iglesia se ha rendido, cada vez que ha recurrido a la fuerza. Jesús triunfó, y el tentador “se apartó de él
por un tiempo”, tan sólo para regresar en la persona de los celosos escribas, las conspiraciones de Judas y el concilio, y en el odio que rugió alrededor de la cruz. Pero ningún asalto pudo contra el alma resuelta de aquel que fue “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4.15). 

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