El
período de preparación
Mateo 3—4.11;
Marcos 1.1–13; Lucas 2.40—4.13; Juan 1.19–28
I. LOS AÑOS DE
SILENCIO EN NAZARET
Por treinta años,
el hogar de Jesús estuvo en Nazaret. La pequeña aldea campestre era despreciada
por los judíos más cultivados de Judea y Jerusalén; y cuando Jesús emergió de
la oscuridad, tanto él, así como sus discípulos, eran llamados,
despectivamente, nazarenos.
1. Dominio de sí
mismos de los evangelios. En marcado contraste con la riqueza de incidentes que
rodearon su nacimiento, su ministerio y su cruz, está el silencio de estos
treinta años. No es así como los hombres no inspirados escriben biografía. Aman
el detenerse en los incidentes de la juventud, las señales y promesas de genios
prometedores. Con este espíritu fue que los autores de evangelios apócrifos
escribieron acerca de los primeros años de Jesús. Colman sus páginas con
portentos y milagros precoces, con el fin de honrarlo, pero que en realidad lo
deshonran. La forma como los evangelios que conocemos se abstienen, es prueba,
tanto de la verdad de su historia, como de la inspiración de los autores.
2. Influencias
educacionales. Jesús no creció, ni en la ociosidad, ni en la ignorancia. Era un
carpintero, y el hijo de un carpintero conocido (Mateo 13.55; Marcos 6.3).
Todo mozo judío
había aprendido un oficio. Los campesinos podían leer y escribir. La referencia
al no haber estudiado (Juan 7.15) significa sólo que no fue educado en las
escuelas rabínicas; diríamos, que no fue universitario. Es probable que
estuviera familiarizado con tres idiomas: el arameo, su lengua materna; el
hebreo, el idioma original de las Escrituras, y el griego, el idioma de la
literatura. Aunque era muy pobre como para poder tener una copia completa de
las Escrituras, la sinagoga de la aldea le daría el acceso a ellas; y
fragmentos escogidos de ellas pudieron haber sido propiedad del hogar del
carpintero.
3. Su visita a
Jerusalén. Un importante medio de educación se menciona (Lucas 2.46–51). Sus
padres iban cada año a la
Pascua , en Jerusalén. El recorrido los llevaba por unos
ciento ochenta kilómetros a través de un campo rico en remembranzas históricas.
Jerusalén misma era amada como ninguna otra capital, jamás lo fue por su
pueblo. Las calles de ésta pasaban atestadas de peregrinos provenientes de
muchas diversas tierras y hablando diversas lenguas, y los tales abarrotaban el
templo. Para un muchachobrillante, serio, tal viaje anual debió haber sido una
educación en sí misma. Sólo una vez durante los treinta años, se levanta el
velo de la oscuridad. La edad de doce años era decisiva para un mozo judío. A
los doce comenzaba a aprender un oficio; se le llamaba “mayor”; no podía ya ser
vendido por su padre; comenzaba a llevar puestas las filacterias, y era llamado
“hijo de la ley”. A esta edad crítica, Jesús parece haber hecho su primer viaje
a Jerusalén. La compañía había andado por un día, en dirección a casa cuando
notaron que no estaba. Al regresar, sus padres lo buscaron ansiosamente durante
todo un día en Jerusalén. Lo hallaron por fin, no con los chicos de la calle;
no viendo la ciudad, sino en el templo, en medio de los doctores de la ley,
oyéndolos y haciéndoles preguntas. “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en
los negocios de mi Padre me es necesario estar?”1 Tales son sus primeras palabras
registradas, y constituyen la nota dominante de toda su vida. Aunque regresó
con ellos a Nazaret, y continuó sujeto a ellos, sin embargo, no hay duda de que
las visitas periódicas a Jerusalén tuvieron una influencia importante en la
formación de su carácter, y la maduración de sus planes. No podemos evitar
hacernos la pregunta: ¿Cómo llegó Jesús a tener conciencia de su naturaleza y
personalidad divinas? ¿Le llegó a su mente repentinamente, o le llegó
gradualmente, así como la personalidad consciente de un niño común? ¿Surgió de
las conversaciones tranquilas en el hogar, acerca de las maravillas de su
nacimiento, o 1 Lucas 2.49. surgió en sus adentros? Tales preguntas nos llevan
más allá de nuestras profundidades y más allá de lo que se nos ha revelado. Parece
claro, no obstante, que a los doce estaba plenamente consciente de su parentela
divina.
4. Lecciones de los
años de silencio. De una manera pública, Jesús anduvo en los negocios de su
Padre sólo durante tres años; sin embargo, él estuvo, con toda certeza, haciendo
las obras de Dios durante los años de silencio, tal como lo hacía cuando
enseñaba a las multitudes o moría por nuestros pecados. Lo que Jesús hizo fue
medido por lo que él era; y él llegó a ser lo que era, a través de treinta años
de crecimiento, “en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”.2 La más
grande necesidad del mundo es el carácter; y no se desperdician años de
preparación, cuando éstos se invierten en producir aquella clase de hombría que
salió de la oscuridad de Nazaret.
II. EL MINISTERIO
DEL BAUTISTA
1. El avivamiento
de la profecía. Cuatro siglos han pasado desde que la última voz de la profecía
pública fuera expresada. El último profeta hebreo (Malaquías 4.5–6), así como
Isaías (40.3), habían anunciado un precursor del Mesías. Al momento de la
anunciación, y nuevamente, al nacer, Juan había sido señalado como el
precursor. Después del detallado relato de su nacimiento y circuncisión, un
solo versículo (Lucas 1.80) contiene todo lo que se registra de él por treinta años.
Había de ser nazareo desde el nacimiento (Lucas 1.15; cf. Números 6.1–5); y
cuando emergió del desierto, lo hizo en el tosco atuendo de los antiguos
profetas hebreos. Su prolongado aislamiento lo pasó sin duda, en autodisciplina
y profunda meditación en los pecados de aquel tiempo, y en las visiones
proféticas del Mesías y su reino. No buscó las ciudades, sino que predicó en el
desierto, una región de baja densidad de población a lo largo del Jordán.
2. El poder de su
ministerio. Su ministerio de dos años logró más que muchos ministerios de
cincuenta años. “Ninguna señal hizo” (Juan 10.41), pero pronto tuvo a la nación
a sus pies. No fueron sólo gentes rurales toscas, sino también los cultivados
escribas y fariseos, los que acudieron en masa a oír a este segundo Elías. Los
hombres sentían que allí estaba, por fin, un hombre con un mensaje para las
almas de ellos. No se ocupó, tal como los maestros de su tiempo, con las
cuestiones de la menta, el anís y el comino, las anchas filacterias o la
distancia que se podía andar en un día de reposo. Era parte de su misión el
hacer un llamado a la nación a salir del vacío a la realidad. Reprendió la
violencia de los soldados, la extorsión de los publicanos, la hipocresía de los
fariseos, el egoísmo de todos (Lucas 3.10–14).
3. El reino se ha
acercado. El ministerio de Juan no acabó en sí mismo. Era preparatorio. El
encargo era: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Negó
ser el Cristo, pero se apropió de la voz preparatoria (Juan 1.19–23). Para
recalcar su mensaje, bautizó con el bautismo de “arrepentimiento” y “de
perdón”, al mismo tiempo llamando a los hombres a creer en “aquel que vendría”,
y quien había de bautizar en Espíritu Santo (Marcos 1.7–8; cf. Hechos 19.4).
Despertar a la dormida nación, despertar su conciencia, avivar la llama de la
expectación mesiánica, primero centrarla en sí mismo, y después trasladarla a
Jesús —tal fue la meta y resultado de su breve ministerio.
4. El bautismo de
Jesús. El clímax vino con el bautismo de Jesús. En medio de la multitud
pecadora venía un día el hijo, exento de pecado, de María. No conocemos acerca
de que se hubiesen conocido alguna vez. Lo cierto es que Juan todavía no lo
conocía como Mesías (Juan 1.31–34). Pero el profeta, con voz de león, el cual
se podía enfrentar a fariseo y a rey, se inclinó con profunda humildad ante la
hombría sin par de
Jesús: “Yo necesito
ser bautizado por ti; ¿y tú vienes a mí?”.4 El bautismo de Jesús fue, a fin de
cuentas, diferente al de nosotros; no fue ni un “bautismo de arrepentimiento”
ni de “perdón de pecados”. Sin embargo, estaba investido de profundo
significado, tanto para Juan como para Jesús. Para Juan, los cielos abiertos,
el Espíritu que descendía, la voz divina que decía: “Este es mi Hijo”,5 no
dejaron ninguna duda de que éste era el Mesías, ante el cual, él debía
empequeñecerse. Para Jesús, así como para nosotros, el bautismo marcaba una
crisis en la vida; El Espíritu le fue conferido; su condición de
Hijo de Dios se le
hizo propia. “Santo y puro como lo era, antes de hundirse en el agua, debió
haberse levantado de ella con una luz de una gloria más alta en su semblante.
Su vida pasada se cerraba; una nueva era se abría. Era el verdadero momento de
su entrada a una nueva vida. Los años del pasado habían sido sepultados en las
aguas del Jordán. Entró a ellas como Jesús, el Hijo del Hombre; y salió de
ellas como el Cristo de Dios”.
5. La tentación.
Jesús está ahora en el umbral de entrada a su gran ministerio. A través de
treinta años su naturaleza humana ha madurado para convertirse en un
instrumento digno de lo divino. Sus planes fueron igualmente madurados. ¿Tendrá
él, las agallas de convertirlos en realidad hasta el final? Esa era la pregunta
que la tentación había de responder. La clave de ello se ha de encontrar en las
expectaciones judías de un Mesías político, obrador de milagros. ¿Vino el
tentador con apariencia externa; o atacó a Jesús de la manera que tan a menudo
y con tanto éxito nos ataca a nosotros, por medio de sugerencias pecaminosas a
lo interno? Puede que jamás lo sepamos. Lo que sabemos es que la tentación vino
de tres formas: a. Por medio del apetito corporal. — “… di que estas piedras se
conviertan en pan”; una tentación a 1) desconfiar del cuidado de su Padre, 2)
usar su poder para obrar milagros para sí mismo. Pero aquel que “no vino para
ser servido, sino para servir”, b. Por medio de su confianza en Dios. — “…
échate abajo” desde alguna torre del templo. Pero aquel que no desconfiaba del
cuidado de Dios no iba a presumir de ese cuidado para asombrar a la multitud.
c. Por medio de sus
planes de dominar.
Jesús es el Mesías. Él ha de reinar sobre toda
la tierra. “… si postrado me adorares”. No esperes la conquista lenta por
medios espirituales. Usa de armas carnales. Alíate con las esperanzas
terrenales de tu pueblo. ¿Qué tronos no ganarías? Fue la tentación a la cual
Mahoma se rindió, cuando desenvainó la espada, y a la cual la iglesia se ha
rendido, cada vez que ha recurrido a la fuerza. Jesús triunfó, y el tentador
“se apartó de él
por un tiempo”, tan
sólo para regresar en la persona de los celosos escribas, las conspiraciones de
Judas y el concilio, y en el odio que rugió alrededor de la cruz. Pero ningún
asalto pudo contra el alma resuelta de aquel que fue “tentado en todo según
nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4.15).
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