viernes, 9 de enero de 2015

LA UNIDAD DE LA IGLESIA

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La unidad de la iglesia 
Eddie Cloer T.B. 

Larimore, un predicador del evangelio, cuyo espíritu de mansedumbre y cristianismo era reconocido por todos los que le conocían, ilustraba la unidad familiar de la iglesia de Cristo con lo que dice Salmos 133.1: “¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!” El hermano Larimore decía que algunas cosas son buenas pero no deliciosas. Una visita al dentista puede ser buena, pero no deliciosa. Una operación para remover un crecimiento canceroso le salva la vida a uno y por ello es buena, pero no es deliciosa para el paciente. Luego, el hermano Larimore decía que algunas cosas son deliciosas pero no buenas. Los dulces son deliciosos para comer, pero no son siempre buenos para nosotros. La recreación es deliciosa y se disfruta de ella en ocasiones especiales, pero la continua recreación sería disolución. El hermano Larimore hacía notar que uno puede encontrar algunas cosas en este mundo que son buenas, y a la vez deliciosas, y más bien beneficiosas para nosotros, y al mismo tiempo se les puede disfrutar al experimentarlas. La conclusión a la cual llegó es que ambas cualidades se encuentran en la unidad en Cristo, en los hermanos que moran juntos en armonía.¿Quién de nosotros no estaría de acuerdo con T.B. Larimore? Según el Nuevo Testamento, la unidad en Cristo no sólo es buena y deliciosa para nosotros, sino que, aún más importante, es buena y deliciosa para Dios. 

Justo antes de que Jesús fuera traicionado y entregado en mano de hombre inicuos, la noche más oscura de la historia de la humanidad, él oró por la unidad de aquellos que creerían en él en el futuro. Esto fue lo que oró a su Padre: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17.20–21). Si a usted lo tuvieran programado para ser ejecutado el día de mañana, y usted se arrodillara a orar esta noche, ¿por qué cosa oraría pidiendo usted? ¿Oraría pidiendo que se le cumplieran sueños triviales, sin importancia? ¿No oraría, más bien, pidiendo por la más querida y la más importante de las aspiraciones que hay en el mundo para usted? ¿Podemos ver ahora cuánto valoró Cristo la unidad, cuando leemos la oración en la que rogaba por tal unidad, la noche antes de que fuera crucificado? La unidad de los creyentes debió haber sido el más querido y el más importante de los anhelos del corazón de Jesús, de lo contrario, no hubiera orado pidiendo por ella, la noche antes de su muerte. Cuando Pablo le escribió a aquella iglesia, terriblemente dividida, que estaba en Corinto, una iglesia plagada por numerosos problemas y debilidades, lo primero que hizo fue un poderoso llamado a la unidad: “Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1 Corintios 1.10). En el momento que Pablo les escribió a los corintios, entre el año 54 y 56 d.C., no existían las denominaciones. La única iglesia que existía era la iglesia del Señor, y Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, le dice a la iglesia de Dios que estaba en Corinto, que habitara junta en unidad. No solamente ruega por esta unidad, sino que ruega por ella en el nombre mismo de Jesucristo. Echémosle una mirada a la unidad de la iglesia con mayor detalle. En los dos pasajes ya citados, es obvio que la iglesia de Cristo ha de tener una hermosa unidad, pero, ¿qué clase de unidad ha de tener? ¿Cuáles son las características de ella? Una comprensión más profunda de esta unidad debería proveer ayuda práctica a nuestra vida cristiana, y debería mejorar nuestra comprensión de la iglesia misma. UNA UNIDAD ORGÁNICA En primer lugar, reconozcamos la unidad orgánica del cuerpo de Cristo. El Nuevo Testamento habla de una unidad que es inherente y fundamental al estar en Cristo. Esta unidad ocurre por la gracia de Dios cuando uno entra al cuerpo de Cristo. Cualquiera que genuinamente se haya convertido en miembro leal del cuerpo de Cristo, ha recibido esta unidad. El mundo del Nuevo Testamento estaba esencialmente dividido en dos comunidades: la gentil y la judía. La brecha que había entre estos dos grupos puede ser la misma que existe entre dos razas cualesquiera hoy día. A pesar de ello, Pablo afirma que los judíos y los gentiles habían llegado a ser uno en Cristo: Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, (Efesios 2.14). …para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades (Efesios 2.15–16). Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gálatas 3.28). A través de Cristo somos, en primer lugar, reconciliados con Dios (Colosenses 1.20). En segundo lugar, a través de la reconciliación, somos reconciliados unos con otros y estamos siendo “edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2.22). La historia contiene ejemplos de pueblos, tales como los normandos y los sajones, que estaban continuamente en guerra el uno contra el otro. La hostilidad y el odio era lo que los caracterizaba perpetuamente. Con el paso de los siglos, no obstante, los pueblos se unieron por casamientos y se entrelazaron, hasta que eventualmente, estas dos comunidades de personas habían llegado a ser, gradualmente, una sola. Así, las naciones separadas, como comunidades singulares, dejaron de existir. Las guerras, por supuesto, terminaron, pues la división entre ellos ya no existía. El entremezclado de las dos comunidades produjo una nueva comunidad de personas que se amaban y se respetaban unas a otras. De manera similar, todas las divisiones y barreras humanas son derribadas en Cristo; un nuevo cuerpo de gente es creado por la maravillosa gracia de Dios. En su cuerpo, no vemos a un judío, ni a un griego, ni a un esclavo ni a un libre, ni a un rico, ni a un pobre, ni a un hombre, ni a una mujer, ni a un blanco, ni a un negro. Sólo vemos que todos somos “uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3.28). En la comprensión de la unidad en Cristo, entonces, debemos primero reconocer la unidad orgánica que recibimos cuando entramos a su cuerpo. Es apropiado, e incluso necesario, decirnos a nosotros mismos, cuando entramos al cuerpo de Cristo, que ahora somos uno, junto con todos los demás miembros de ese cuerpo. Debemos pensar y actuar en concordancia con esta verdad. No existen rangos, ni barreras, ni divisiones, ni camarillas, en el aspecto orgánico del cuerpo de Cristo. Hemos llegado a ser uno con Cristo y uno con los demás. UNA UNIDAD DOCTRINAL En segundo lugar, debemos reconocer la unidad doctrinal que se encuentra en Cristo. Es una unidad orgánica la que el Espíritu Santo da cuando entramos al cuerpo de Cristo, pero esta unidad debe ser mantenida por nuestra apego a las enseñanzas de las Escrituras. Los cristianos estamos vinculados unos con otros, por una unidad de enseñanza y de fe. El cuerpo de Cristo no es una colección de personas guiadas por creencias infundadas acerca de Dios y por vagas especulaciones acerca de la vida. Cuando Pablo comentó la unidad de la iglesia de Cristo, cuando instó a los cristianos a preservar la unidad en el Espíritu en el vínculo de la paz, él mencionó siete “unos” que conforman un fundamento doctrinal para el mantenimiento de la unidad orgánica en el cuerpo de Cristo. Esto fue lo que dijo: “un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos” (Efesios 4.4–6). El cuerpo del cual Pablo escribió es el cuerpo espiritual de Cristo, la iglesia (Efesios 1.22–23). El Espíritu es el tercer miembro de la Deidad, el que nos dio la revelación de las Escrituras. La única esperanza es la esperanza eterna, la cual rodea el corazón de todo cristiano por medio del evangelio (Colosenses 1.23). El único Señor es el Cristo, el Hijo del Dios viviente, el único que murió por nuestros pecados y que fue resucitado para nuestra justificación. La única fe es la creencia en Cristo y en su palabra, la fe que es engendrada por el testimonio de las Escrituras (Romanos 10.17). El único bautismo es el mismo que Cristo ordena en la gran comisión y que estará vigente hasta el fin de la era cristiana (Mateo 28.19– 20). El único Dios es el Dios eterno, aquel que es el creador y sustentador de la tierra, el único verdadero Dios viviente. Esto fue lo que R.C. Bell dijo acerca de los siete “unos”: “Estos hechos finales inalterables exigen, ya sea, que se les repudie, o que se les acepte. No hay otra reacción posible; un hombre que rechaza uno de ellos no se podrá considerar cristiano a sí mismo”. La unión es una cosa, pero la unidad es otra. La unión puede lograrse por la coacción, pero la unidad sólo se puede hallar en la devoción. La unión se puede crear atando a dos personas juntas con cuerdas, pero la unidad sólo puede sobrevenir cuando los corazones son atados con la fe y el amor. Esto es lo que los predicadores pioneros decían: “Uno puede tomar dos gatos, amarrarlos por la cola, y acomodarlos sobre un tendedero de ropa, y con ello obtendría unión, pero no unidad”. La gente de mente y voluntad dividida puede experimentar algún tipo de unión, pero la gente sólo puede convivir en un mismo parecer mediante el hablar las mismas cosas y el ser una en pensamiento y juicio. Pablo no sólo rogó por la unidad en 1 Corintios 1.10, sino que también especificó el tipo de unidad por la cual rogó —una unidad de acuerdo, sin divisiones, completa en mente y parecer. Esta clase de unidad sólo ocurre mediante la sumisión a la voluntad de Cristo. En Hechos 2, el día que la iglesia fue establecida, cada persona se sometió al mensaje del Espíritu que fue presentado por hombres inspirados. Esta sumisión resultó en una unidad doctrinal: “Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles… Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas” (Hechos 2.42–44). Es comprensible, pues, que Pablo les escribiera a los hermanos que estaban en Filipos, lo siguiente: “Pero en aquello a que hemos llegado, sigamos una misma regla, sintamos una misma cosa” (Filipenses 3.16). UNA UNIDAD PRÁCTICA En tercer lugar, una unidad práctica es la que debe caracterizar al cuerpo de Cristo. La unidad orgánica que se da por el Espíritu Santo, cuando entramos a Cristo, debe mantenerse, no sólo mediante el apego de cada miembro a las llanas enseñanzas de las Escrituras, sino también mediante la adopción por parte de cada miembro, de un enfoque práctico, de sentido común, al convivir unos con otros en un sólo acuerdo con Cristo. Pablo exhortó a los hermanos filipenses a manifestar la actitud de un “vivo estar juntos”. Esto fue lo que les dijo: “Completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa” (Filipenses 2.2). Más adelante dijo: “Ruego a Evodia y a Síntique, que sean de un mismo sentir en el Señor” (Filipenses 4.2). Estos versículos exigen, necesariamente, que cada miembro del cuerpo de Cristo viva según las enseñanzas de la Biblia, y que se guarde sus opiniones, y a veces hasta sus deseos, para sí mismo. No debemos jamás poner a un hermano en una posición en la que haciendo lo que exigimos, con ello viole su conciencia. Esto fue lo que Pablo dijo: “Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano” (Romanos 14.13). Dijo además: “Así que, los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos. Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación. Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo; antes bien, como está escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí” (Romanos 15.1–3). Benjamin Franklin dijo una vez, que si un hombre está tratando de lograr que dos tablas se ajusten perfectamente, puede que le sea necesario aserrarle los dos extremos que se han de unir. En otras palabras, la unidad práctica, a menudo, requiere dar y recibir. El egoísta jamás tendrá conocimiento de lo que es estar unido con otros. Siempre vivirá en un pequeño reino, el cual estará limitado por los cuatro costados, por sus egoístas exigencias. No podrá salir de tal reino para tener convivencia genuina con los demás, y nadie podrá entrar al tal para tener tal convivencia con él. Esta unidad práctica en Cristo se origina en un esfuerzo consciente por parte de cada miembro del cuerpo de Cristo, por considerar a su hermano o a su hermana, con amor y con gracia. Ha de devaluar sus propias opiniones, e incluso, sus deseos. Ha de abstenerse de hacer cualquier cosa que nazca del egoísmo o de la vanagloria, y en lugar de ello ha de considerar, humildemente, a los demás como superiores a él mismo (Filipenses 2.3). Ha de abstenerse de mirar por lo suyo propio; ha de mirar por lo de los otros (Filipenses 2.4). Al vivir así, estará mostrando, en forma singular, el sentir de Cristo (Filipenses 2.5–8). CONCLUSIÓN El cuerpo de Cristo, por lo tanto, ha de caracterizarse por la unidad. Esta unidad tiene un carácter triple: es de naturaleza orgánica, es de naturaleza doctrinal, y es de naturaleza práctica. La unidad orgánica proviene mediante la gracia de Dios, en el momento de la entrada a su cuerpo, y se mantiene y se experimenta mediante una unidad doctrinal y práctica, la cual resulta de una dedicación consciente a las enseñanzas de las Escrituras y a la vida espiritual de otros miembros del cuerpo de Cristo. Dios busca la manera de llevar toda la resonante discordia de su mundo a una armoniosa unidad en Cristo: “Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1.19– 20). Cristo nos llama, mediante su evangelio, a esta unidad en su cuerpo. Dios la planeó (Efesios 3.6), Cristo oró por ella y proveyó para la posibilidad de la misma (Juan 17.21; Efesios 2.16), Pablo rogó por ella (1 Corintios 1.10), y el Espíritu la produce (Efesios 4.1–6). ¿No deberíamos aceptar esta unidad mediante el recibirla y permanecer en ella? 

Tomado de las epístolas generales y de Apocalipsis 
Siete cosas preciosas
Preciosa prueba de fe
Preciosa sangre
Preciosa piedra del ángulo
Precioso Cristo Precioso espíritu
Preciosa fe
Preciosas promesas
La venida, la influencia y la condenación de falsos maestros Introducen herejías destructoras
Niegan al Señor que los rescató El camino de la verdad es blasfemado Hacen mercadería de vosotros con palabras fingidas Siguen la carne y andan en concupiscencia e inmundicia Desprecian el señorío Son atrevidos y contumaces Hablan mal de las potestades superiores Son como animales irracionales Hablan mal de cosas que no entienden Tienen por delicia el gozar de deleites cada día

Son inmundicias y manchas de la sociedad 2 P. 2.13
Mientras comen con vosotros se recrean en sus errores 2 P. 2.13
Tienen los ojos llenos de adulterio y no se sacian de pecar 2 P. 2.14
Seducen a las almas inconstantes 2 P. 2.14
Tienen el corazón habituado a la codicia 2 P. 2.14
Son hijos de maldición 2 P. 2.14
Se han extraviado 2 P. 2.15 Son fuentes sin agua 2 P. 2.17
Son nubes empujadas por la tormenta 2 P. 2.17
Hablan palabras infladas y vanas 2 P. 2.18
Seducen con concupiscencias de la carne 2 P. 2.18
Son esclavos de corrupción 2 P. 2.19
Siete cosas nuevas Nuevos cielos y nueva tierra Ap. 21.1
Un nuevo pueblo Ap. 21.2–8
Una nueva esposa Ap. 21.9
Un nuevo hogar Ap. 21.10–21
Un nuevo templo Ap. 21.22
Una nueva luz Ap. 21.23–27
Un nuevo paraíso Ap. 22.1–5

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